Las imágenes se me agolpan. Veo a trompicones el horror de la masacre en las diferentes guerras. La violencia como nueva forma de expresión que está corrompiendo corazones y que nos está haciendo ser unos zombies que ni sienten ni padecen.
Pero no me puedo quedar callado ante el temblor de un niño que está cubierto de la cabeza a los pies con polvo resultante de una explosión. Se me abren las carnes en dos mientras mi cabeza se pone del revés y la sangrea bombea con fuerza. No logro entender en que se ha convertido el ser humano. A ver, no entiendan que habita en mí una ingenuidad o una candidez propia de un adolescente idealista que cree en la utopía de la paz mundial, pero me cuesta localizar los intereses que pueden llevar las guerras recientes más allá del poder por el poder y la sangre por la sangre.
Este mes en concreto mi carta del director iba a ir dirigida a una nueva era, a una nueva esperanza de humanos que nos hagan creer en que todo es posible, en la libertad del individuo, en la desnudez del alma y al descubrimiento del ser en todas las vertientes. Sin embargo, esa pureza se ha visto opacada por la oscuridad del poder corrupto, las armas viciadas y el terrorismo.
Me es imposible asumir la maldad por la maldad y me hace verme mudo. No puedo verbalizar a viva voz con palabras o a través de este teclado todo mi pensar. Porque haría lo mismo que estoy criticando. Sería otra forma de violencia. Una que aniquila con la proyección de una ruptura total del ser.
Enciendo la televisión y vuelvo a ver otra imagen terrorífica. Otra muerte más. Cientos de banderas y ninguna es blanca. Le doy al momento del off porque el ruido es insoportable. A lo mejor de este modo, todo deja de doler. Una venda para los ojos mientras lo que sangra es el corazón.
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